No recuerdo por qué mi hijo me reprochó en cierta
ocasión:
-A vos todo te sale bien.
El muchacho vivía en casa, con su mujer y cuatro niños,
el mayor de once años, la menor, Margarita, de dos. Porque las palabras aquellas
traslucían resentimiento, quedé preocupado. De vez en cuando conversaba del
asunto con mi nuera. Le decía:
-No me negarás que en todo triunfo hay algo repelente.
-El triunfo es el resultado natural de un trabajo bien
hecho -contestaba.
-Siempre lleva mezclada alguna vanidad, alguna
vulgaridad.
-No el triunfo -me interrumpía- sino el deseo de
triunfar. Condenar el triunfo me parece un exceso de romanticismo, conveniente
sin duda para los chambones.
A pesar de su inteligencia, mi nuera no lograba
convencerme. En busca de culpas examiné retrospectivamente mi vida, que ha
transcurrido entre libros de química y en un laboratorio de productos
farmacéuticos. Mis triunfos, si los hubo, son quizá auténticos, pero no
espectaculares. En lo que podría llamarse mi carrera de honores, he llegado a
jefe de laboratorio. Tengo casa propia y un buen pasar. Es verdad que algunas
fórmulas mías originaron bálsamos, pomadas y tinturas que exhiben los anaqueles
de todas las farmacias de nuestro vasto país y que según afirman por ahí alivian
a no pocos enfermos. Yo me he permitido dudar, porque la relación entre el
específico y la enfermedad me parece bastante misteriosa. Sin embargo, cuando
entreví la fórmula de mi tónico Hierro Plus, tuve la ansiedad y la certeza del
triunfo y empecé a botaratear jactanciosamente, a decir que en farmacopea y en
medicina, óiganme bien, como lo atestiguan las páginas de "Caras y Caretas", la
gente consumía infinidad de tónicos y reconstituyentes, hasta que un día
llegaron las vitaminas y barrieron con ellos, como si fueran embelecos. El
resultado está a la vista. Se desacreditaron las vitaminas, lo que era
inevitable, y en vano recurre el mundo hoy a la farmacia para mitigar su
debilidad y su cansancio.
Cuesta creerlo, pero mi nuera se preocupaba por la
inapetencia de su hija menor. En efecto, la pobre Margarita, de pelo dorado y
ojos azules, lánguida, pálida, juiciosa, parecía una estampa del siglo XIX, la
típica niña que según una tradición o superstición está destinada a reunirse muy
temprano con los ángeles.
Mi nunca negada habilidad de cocinero de remedios,
acuciada por el ansia de ver restablecida a la nieta, funcionó rápidamente e
inventé el tónico ya mencionado. Su eficacia es prodigiosa. Cuatro cucharadas
diarias bastaron para transformar, en pocas semanas, a Margarita, que ahora
reboza de buen color, ha crecido, se ha ensanchado y manifiesta una voracidad
satisfactoria, casi diría inquietante. Con determinación y firmeza busca la
comida y, si alguien se la niega, arremete con enojo. Hoy por la mañana, a la
hora del desayuno, en el comedor de diario, me esperaba un espectáculo que no
olvidaré así nomás. En el centro de la mesa estaba sentada la niña, con una
medialuna en cada mano. Creí notar en sus mejillas de muñeca rubia una
coloración demasiado roja. Estaba embadurnada de dulce y de sangre. Los restos
de la familia reposaban unos contra otros con las cabezas juntas, en un rincón
del cuarto. Mi hijo, todavía con vida, encontró fuerzas para pronunciar sus
últimas palabras.
-Margarita no tiene la culpa.
Las dijo en ese tono de reproche que habitualmente
empleaba conmigo. |
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